Centinelas...
Cerro de Pasco, hasta donde llego aproximándome a Huayllay, es en efecto a sus 4330 m.s.n.m., auténticamente estéril. Lo maravilloso, y diré que solo esto, fue que al amanecer encontré hielo por todos lados. Lo demás fueron burdeles y borrachos. Por fin en el planeta de piedra me presento en la casa del guía, explicando que vengo en son de paz. La hospitalidad abrumadora que esta especie me brinda, verdaderamente en medio de la nada, agregará una profundidad especial a mi visita. Dos cosas pude asimilar de Huayllay: algo de la esencia de aquello de ser humano, y algo de la comprensión inmediata de aquello llamado ‘andino’. Más allá de la experiencia de salir a la una de la madrugada del alojamiento, en medio de la puna, a simplemente ver la inmensidad bajo la Luna llena y una bóveda negra brillante de estrellas, estar un par de días con estas pocas personas me informó de aquello que en la ciudad es cada vez más un recuerdo: la experiencia del contacto humano. El alienígena, definitivamente, seré yo.
En medio de Huayllay: la casa del guía.
El asunto es así en cuestión, y no haré ningún análisis explicativo: la familia, compuesta por el papá, la mamá, un hijo y una hija, viven sin electricidad, usan la champa como combustible para cocinar, crían llamas, y se apoyan en el guiado turístico y el servicio de alojamiento y comida. El papá y el hijo ofrecen servicio de guía turística y transporte durante el día o varios días enteros, mientras la mamá se ocupa de la casa y la cocina, y la hija arrea llamas y apoya a la mamá. Así transcurre el día hasta alrededor de las seis de la tarde, cuando todos coinciden en casa. Se reúnen en la mesa, a la luz de velas y lamparines. Y hablan, mucho, de sus peripecias durante el día. Yo simplemente fui un testigo mudo, agazapado en una de las habitaciones. El papá cuenta sobre lo interesantes que fueron unos turistas franceses, el hijo que espera el regreso de unos españoles en mayor número, y que el cielo se puso nublado en algún momento, mientras la hija narra su peripecia para recuperar una llama que casi se le escapa, y la mamá les comenta que la cena le salió deliciosa. Todos están felices de las cosas ocurridas, de escucharse mutuamente, de saberse fabricantes de un día más. O todo lo supongo yo, pero ellos se ríen y cuentan emocionados sus asuntos. Es una fiesta. Una fiesta de cosas tan simples y sin embargo tan fundamentales para esta familia en medio de la puna y las rocas milenarias. No hay televisor que los vuelva autistas indiferentes entre sí. No hay videojuegos que hagan la comunicación un asunto que no deba importar. No hay internet que vacíe de experiencia afectiva real a la interacción humana. Y yo ahí, y sin estar ahí, pensando en desde cuándo la civilización tecnológica nos está empujando hacia la apatía.
Supongo que el caracol no avanzará ;) (excúsenme la moto, no es mía)
Hongo.
Por otro lado, habiendo alcanzado lo alto de uno de los tantos farallones, reposando, soy arrebatado por una experiencia mística aural. Con el Huagoruncho lejano, la última montaña nevada de los Andes Centrales, de pronto grito y el bosque me devuelve mi voz varias veces y a intervalos variantes y tonos diferentes. Es la acústica de lo inmenso. Y entonces callo. ¿Silencio? Sí, y no. El viento susurra, gime, y finalmente me silva, me habla al oído mientras mis párpados se cierran para dejarme entender su lenguaje. Es la música andina, el viento en la inmensidad del ichu, la sinfonía del ande. Inmediatamente comprendí la música andina, al menos la prehispánica, y su riqueza de vientos profundos y silbantes: el hombre andino simplemente le ha tratado de responder al entorno. O emularlo. Me entero de que crecen unos hongos alucinógenos… solo imaginé la disolución de mi consciencia entre piedras, vientos y éxtasis. Así, si alguna vez intenté entenderlo, desde esta experiencia quedé felizmente incapacitado para aceptar que pongan música rock o blues de fondo mientras aparecen los Andes.
Individuos: orgánicos e inorgánicos, de roca.
Desde los farallones se descubre que la inmensidad es la fusión del suelo con el cielo, y esta fusión es la experiencia de infinitud del paisaje. Más de un arco iris simultáneamente por la tarde, y nubes de verdad, que al intentar ocultar al sol sus bordes se inflaman hasta las ganas de romper en llanto de tanta belleza. Cielos apocalípticos y tormentosos precipitándose, literalmente, hacia el suelo, bajo todos los estados materiales del agua. Lluvia que viaja de un lado a otro arriada por un Αἴολος impetuoso, granizo azotando estruendosamente la calamina mientras Ζεύς grita, pavoroso y petrificante, dando sus muestras de relampagueante ira, que escapa a la cámara fotográfica de este insignificante testigo de la histeria natural por doquier. Estoy en el planeta Huayllay.
Entre árboles pétreos.
Humanoide...
Así que, con el dolor de despedirme de toda esta esterilidad aplastantemente viva, debo dejar atrás este planeta pretérito. Debo dejar los infinitos árboles de piedra. Y el retrato del pasado de la humanidad. Haré el debido honor de contarles que volví. Sí, dos veces estuve aquí. Christian, el hijo mayor, me cuenta que quiere estudiar en Tarma. Se trata en cuestión de un muchacho inteligente y excelente guía. En algún momento llegará la electricidad y el wifi. Regreso a mi civilización tecnológica apatizante, de donde salgo, y de la que dependo. Pero un instante, en un fugaz evento del espacio y del tiempo desdoblado en dos momentos, descubrí y redescubrí el universo paralelo de Huayllay, y su calor humano distante, allá en la inmensidad y el misterio, a más de cuatro mil metros de altura.
El cielo descendiendo entre lluvia y arcoíris.
Alpaca...
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