Desde la Plaza de Armas de Huaraz, contemplando las primeras iluminaciones sobre la Cordillera Blanca.
Para empezar, tomo la ruta Llupa – Cojup – Llaca, que resultará me parece, más larga que Marián – Llaca. Bien, hasta el momento, transcurriendo la mañana voy andando bajo un fuerte sol, y siendo mediodía, estoy acercándome a la cordillera. El espacio que ocupo es realmente dentro de la Cordillera Blanca, no meramente la contemplo desde el Callejón de Huaylas. El valle en U, la forma que aquí tienen las laderas de las quebradas encañonadas, es producto de los cinceles glaciares cuaternarios. El camino logra penetrar en la Quebrada de Cojup, y me llevo el saludo del Pucaranra (6156 m.). Luego, ya en la Quebrada de Llaca se asoman al fondo el Ocshapalca (5888 m.) y el Ranrapalca (6162 m.). Soy optimista, pero sé que estoy en pésimas condiciones y no he tenido ningún entrenamiento previo. Desde ya el aire andino y su carencia de oxígeno me hacen advertencias. Y al parecer no es muy temprano. En el fondo de la quebrada, las sombras invaden antes del crepúsculo, y se fueron precipitando las 2, las 3 y las 4 de la tarde, cuando llego a unos cientos de metros de la empinada morrena sobre la que yace la Laguna de Llaca. Sin embargo llego aquí exhausto, ya habiendo agotado mis últimos esfuerzos, encima, con complicaciones bronquiales. Y con una prematura oscuridad. Ni siquiera me fijé si habría Luna en la noche, y no tenía abrigo suficiente para soportar la gélida madrugada, y menos aún una bolsa de dormir. Mi ingenua idea era que iba a llegar a la laguna como máximo a las 3 p.m. y que luego emprendería la fuga. Dentro todo de un solo supuesto día. Craso error, a pesar de que en efecto la ruta sí se puede realizar en un solo día (salvo que siempre veo que con ayuda de transporte), pero estaba comprobando que no era mi momento.
Por las alturas de Llupa: la boca de la Quebrada Cojup.
Por las alturas de Llupa: el cuerno del Huamashraju (5434 m.) y más atrás el Cashan Oeste (5686 m.).
Mi amada Cordillera Blanca, allí teniéndome en sus entrañas, me consoló con un casi juego para la vista: ya en pleno atardecer en el fondo de la quebrada, con la meta riéndose de mi, las rocas empezaban a moverse, y cuando intentaba capturar con la mirada un punto, este se volvía estático como estaba antes y luego en otro lado otra cosa se movía, y al instantáneamente volver la mirada, se aquietaba éste y se movía algo por otro sitio. Obviamente las rocas no estaban animadas, pero tenía que quedarme inmóvil, y así pude ver que de entre las rocas y por entre las grietas en las paredes de la quebrada surgían uno, dos, cinco, diez, montones de vizcachas. Y a mi menor movimiento, nuevamente desaparecían. Qué bonito, pero ya eran las 5 p.m., aunque yo me sentía tranquilo, porque en fin, ya he andado por los Andes sin linterna, de noche, bajo la enigmática luz lunar. Inicio, desairado no por la falta de oxígeno sino por no lograr mi objetivo, el regreso. Por una cuestión de tiempos, no debería ir hasta la laguna, porque implicaba pernoctar acampando. Y tampoco estuve en una temporada alta de turismo, así que no me crucé de ida, y así será también en la vuelta, con ningún turista ni transporte, porque en algún momento se me ocurrió que seguramente encontraría en la laguna algún campamento de solidarios extranjeros que se apiadarían de mi y me proporcionarían un espacio tibio. La hermosa y gélida Laguna de Llaca está a más de 4400 m.s.n.m., así que esta ocurrencia era un verdadero riesgo. (Mucho después me enteré que en la laguna hay un refugio). Sin más, y contra mis disparates, tenía que regresar.
Pasando por la Quebrada Cojup, con el Nevado Pucaranra (6156 m.).
Casi en la entrada de la quebrada hay un refugio, otro, pero sin vidrios en las enormes ventanas, ni camas, solo paredes y techo, y esas enormes ventanas desnudas, en pocas palabras a merced del frío, tampoco representaba un buena opción para pernoctar. Seguí mi descenso hacia el mundo. Hacia el reino de la oscuridad, sin la Luna de mis delirios. 6, 7, 8 p.m., no tanto tiempo en realidad, dado que intentaba acelerar el paso, pero cada minuto se hizo un siglo, y sentí, en verdad, que el tiempo y el espacio se estiraban. No se trataba de visibilidad cero, pero se volvió un terrible esfuerzo neural reconocer el camino y no desviarme. Estoy a 3800 m.s.n.m., en un relieve suave, sin campos de cultivo, ni vegetación arbórea, pero sobretodo, solo y sin luz. Ya era estúpido esperar que pase un transporte a esas horas. Entonces empezó lo interesante. Años después encontraría la explicación en la Ciencia Cognitiva, pero aquí, aislado y con la visión empujada hacia su mínima expresión, me convertí en el ratón de laboratorio del sentido de agencia, la percepción automática (inconsciente) de presencias antropomorfas en medio de la desinformación sensorial y situaciones de ansiedad. Puede ser exagerado, como veré. Porque todo el tiempo era mucho más lo que podía oír que ver. Así me empezó a invadir la sensación de que me estaban siguiendo, pisando al mismo tiempo que yo cada paso. Y allí, no quedó otra cosa que el miedo, por mucho que consciente y racionalmente sabía que era altamente improbable que hubiera otro imprudente como yo, que tampoco podría ser algún turista extraviado, aunque quizás, sí pudiese ser algún lugareño sigiloso, o peor, un ladrón de ganado que está refugiándose lejos de algún poblado. Como fuere, todo este análisis, no paliaba este rush incontrolable de sensación de presencia y miedo. M-i-e-d-o. Porque algo me obligaba a pensar que no sería amistosa, aunque tampoco alguna tontería alienígena, ni tampoco sobrenatural. Ser escéptico fue algo que quizás se puso a prueba, y finalmente ganó (porque aquí abundan los relatos de fantasmas y demás entidades mágicas no necesariamente bondadosas), pero el miedo es de raíz inconsciente y punto.
Entrando en la Quebrada de Llaca.
El hecho es que tenía que detenerme continuamente para intentar detectar si realmente me seguían. Y solo podía hacerlo auditivamente. En este camino de tierra y grava, cada pisada producía un sonido, que mientras ya se iba dando la siguiente pisada aún lo escuchaba, ese particular sonido de la grava siendo aplastada y levantada y los montones de diminutas piedras desmoronándose alrededor de la pisada. Parecían pisadas en paralelo. Los saltamontes invisibles que se cruzaban delante de mí, azotando sus alas repentinamente, también hacían su parte de sobresaltos. Por cierto, nunca me salí del camino, por el solo hecho de que a la débil vista la tierra abierta del camino es más clara, o más bien menos oscura en estas circunstancias, que la tierra fuera de él. Hubiera sido una mala idea intentar hacer atajos siquiera entre las curvas, hay cactus (y probablemente huecos), y no me interesaba experimentar pisar alguno. Pero mejor se puso el asunto cuando, luego, en mi torpe avance, a duras penas logré distinguir una silueta en un borde del camino. Tuve que definitivamente parar, y claro, mientras un odioso resfrío me acompañaba, para esperar, por pura intuición nuevamente, que la cosa esa se moviera, o hablara. Y es que inferí que se trataba de una persona allí parada. Por mucho que me respondía a mí mismo que no tenía lógica, así lo intuía, y fuertemente. Con la mayor lentitud posible fui dando un paso tras otro, aproximándome, hasta poder notar que se trataba de un arbusto. ¡Un arbusto! Bueno, buenas noticias, creo, porque probablemente ya esté acercándome a alguna zona de cultivo, y así a alguna aldea. Casas, personas, despedir el frío, tranquilidad. Momento además de percatarme que estoy en la Vía Láctea, pero que puedo verla desde la orilla en la que estoy, porque así este cielo negro absoluto me lo permite. No estoy solo, miles de estrellas me acompañan.
Tras el oscuro telón de las sombras en ciernes, me observaban los relucientes Ocshapalca (5888 m.) y Ranrapalca (6162 m.).
Entre tanto, más arbustos y luego árboles comenzaron a aparecer. Incluso escuchaba un río. Y más árboles. Hasta que, por fin, una silueta de una casa. Por supuesto aquí no hay electricidad. Me felicité por no haberme desviado, ya que como aquí en los alrededores de Huaraz, jamás he visto un único camino hacia algún punto, sino que siempre hay atajos, cortes, desvíos, bifurcaciones, caminos antiguos, etc., que claro, no son pues como para transitar de noche sin linterna. Bien, tan solo habiendo terminado de gritar ‘hola’ acercándome a la primera vivienda, una jauría anti-ladrones casi me alcanza, obligándome a retroceder. Faltaba más, que viniendo de realizar mi pequeña hazaña, justo ahora unos perros malhumorados acaben con el héroe. Pero al menos llamaron la atención de un niño, que no sé qué me respondió, pero noté que le ordenó a su jauría dejarme pasar. Así que seguí y noté una silueta, ahora sí, de una persona, un hombre de mediana edad. Y me habló. Vaya, sentí como si hubiera llegado a un planeta nuevo y estuviese a punto de contactar un individuo de una especie nueva. Hola. Quién es Ud. Soy un ‘turista extraviado’. ¿Turista, sin linterna, a esta hora bajando de la cordillera? (Bueno sí, soy un imprudente-irresponsable en realidad, pero heme aquí sano y salvo). Ya, soy fulano de tal, vengo de Lima, pero dejé a ‘mi grupo’ en la laguna (ocurre que, como ya me ha pasado, un caminante solitario es sospechoso —de intenciones más bien malas que buenas, o algún tipo de demente— para estas personas en estos parajes), de paso que yo mismo me pongo a supuesto resguardo de que por el contrario, el extrañado lugareño tenga alguna mala intención (porque como dije antes, por aquí abundan los ‘abigeos’, ladrones de ganado, a los que, me enteraré luego, sino los entregan a las autoridades los propios pobladores les hacen ‘juicio’ —los matan). Bueno pues, insistí en que no era más que, en verdad, un turista. Y me pidió ver mi DNI, que obviamente no se lo negué.
En las sombras...
Al parecer convencido de que soy inofensivo, me ofrece su vivienda para pasar la noche. Acepto, por supuesto. Una auténtica vivienda rústica, a lamparín y leña, con un sobrio guiso de trigo de cena, un poderoso quáquer, de trigo también, una risueña esposa que solo hablaba quechua y dos hijos, niños, que creo tampoco hablaban español. Y cuyes y un becerro, allí mismo. Otro núcleo de humanidad simple y escueta, con un inconfundible toque andino de mezcla de inocencia y desconfianza, allí alrededor de las 10 p.m. en las suaves estribaciones de la cordillera tropical más alta del mundo. Intercambio experiencias con mi anfitrión inesperado. Le cuento detalles sobre mi aventura (espeluznante) bajando de Llaca, me cuenta sobre su aventura (esperanzadora) cuando bajó a Lima. Me dice que ha guiado a algunos turistas, y también de cómo hacen allí justicia con los ladrones. Le explico que siento que el suelo que pisamos sea probablemente uno de los lugares más bellos del planeta, sin hacer mucho caso a la paradoja de la evidente rudeza de la vida aquí, entre tanta maravilla pasmosa. A esto le llaman turismo vivencial creo. Para mí es una travesía de experiencia sensorial y cognitiva total. Y sin planificación sesuda, más el puro azar. A dormir, allí al costado de los cuyes. Perfecto, porque así está bien. La Luna, me dice esta persona cuyo nombre lamentablemente no recuerdo, saldrá recién durante la madrugada. No lo sé, no la logré ver, pero ya no importa. Total, el resto del cosmos fue mío.
Al pie de la morrena sobre la que descansa la laguna... Pero, debo regresar.
Creo que a las 6 a.m. fui despertado. Sinceramente quería dormir más, pero aquí todo empieza apenas con la primera claridad. Mis profundas y honestas gracias. Tenía un billete de 100 y otro de 20 soles, así que como muestra de agradecimiento le ofrecí los 20, y no olvido la expresión de su rostro: nunca descifraré si fue asombro, por tratarse de una cantidad nada despreciable, o fue agravio, por tratarse de una miseria que mejor ni ofrecerla. Me incliné a pensar que allí 20 soles es buen dinero. Supongo. Me indicó que siguiera el sendero hacia Marián, y que allí encontraría transporte público hasta Huaraz. Se ofreció a bridarme alojamiento y ayuda cuando ‘mi grupo’ deseara volver. Y yo le dije que cómo no desear regresar. Y así es, cómo no. Dije que volvería. Pienso hacerlo, aunque quizás él ya no esté. La más extraordinaria experiencia, reflexión a posteriori, es sentir como los débiles hilos de nuestras existencias se cruzan, se separan, quedan en el recuerdo, se pierden en el olvido, o quizás, por aquello del azar como ahora entre la roca y mi mochila, entre la quebrada y este nombre en la amnesia, vuelvan a unirse. Mientras la cordillera seguirá allí, como presenciado incólume el azaroso entretejido de nuestros destinos a sus pies. Yo pues, el componente efímero ante la nieve y la laguna, hasta quien sabe, es quien ya no ocupará este espacio.
Sin terminar de contar que esos 100 soles no me los aceptaron en Marián, por ser un billete muy grande (otra imprudencia no contar con billetes de menor denominación ¿acaso olvido que ni siquiera estoy aún en Huaraz?). Así, irónicamente allí botado pero con dinero en el bolsillo, tuve que regresar a pie hasta Huaraz. Ahora recién, ya estoy aclimatado y en mejor forma, para más ironía. En fin. Luego de devorar todo lo que pudiese sin afectar mi pasaje de regreso, vuelvo a Lima. Absolutamente satisfecho, desde las piernas hasta el estómago y el cerebro. Arrebatado hasta, literalmente, el cansancio total. Y con una saludable deuda pendiente con la Laguna de Llaca, no con su quebrada.
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